Sucedió un 19 de enero bajo una lluvia torrencial de invierno. Llegamos en nuestro pequeño auto cargados de mil y un cachivaches, últimos recuerdos de nuestra vida pasada. Al final de la ruta, el lodo de la pequeña loma que nos conducía a nuestra nueva casa hacía patinar las ruedas del carro convirtiendo el viaje en un peregrinaje interminable.
Memé y Zizí, los gatos, y Cela, el pez rojo que nos acompaña desde hace 12 años, hacían parte del periplo. Nuestra vida de trabajadores en Burdeos, ciudad francesa en la que criamos nuestros cuatro hijos durante más de 30 años, quedaba atrás. Como jóvenes pensionados, veníamos a buscar una paz y tranquilidad “bien merecidas”. Era el inicio de una nueva aventura.
La casa se encontraba perdida en medio de algún bosque del Périgord Vert, región francesa conocida por sus paisajes naturales, a cuatro kilómetros de Saint Barthélemy de Bussière. El pequeño municipio de 210 habitantes, en su mayoría agricultores autóctonos o nuevos pensionados como nosotros, es un refugio de paz, lejos de las luces y el ruido citadinos.
Nuestra nueva morada nos recibía imponente y misteriosa con sus dos plantas, sus altísimas ventanas y sus muros en piedra brillante de granito, típicos de la región. Un tilo majestuoso de 10 m. de altura protegía la entrada al jardín de estilo inglés que, aunque un poco abandonado, crecido y húmedo, incitaba al encuentro con la naturaleza. El portón de 4 m. de alto daba acceso a la terraza, en tanto que uno mucho más pequeño, en hiero oxidado y chirriante, conducía al porche donde se encontraba la puerta principal en madera gris antigua, algo mohosa, decorada con clavos negros y una aldaba en bronce.
Todo el mundo descendió del carro. Llovía a chorros. Los gatos, temerosos, pegados a nuestras piernas, el pez Cela en mis manos (en una bolsa plástica con agua por su puesto), mi esposa y yo, nos acercamos a la casa y, tímidamente pero sin vacilar, abrimos la puerta crujiente, misteriosa, y entramos al recinto.
Nos sentíamos un tanto temerosos pues durante el viaje desde Burdeos habíamos contado historias de esas que hablan de casas viejas con espantos y otros habitantes etéreos. La nuestra estaba deshabitada desde hacía dos años. Entramos pues en esta primera pieza. Se trataba de una pequeña cocina que formaba un largo rectángulo de 8 a 10 metros de largo. Al fondo se observaba un hueco sombrío en forma y tamaño de tumba, cuyos confines se perdían entre las piedras de forma abovedada. No obstante, la morada parecía sana. Olía a encerrado, a viejo. Nada más.
Al entrar los gatos se dispersaron en las habitaciones, las cuales fueron a conocer sin tardar, con sigilo felino. Mi esposa, valentona como de costumbre, siguió adelante y, sin más reparos, abrió persianas y ventanas en toda la casa. Yo, el prudente, avanzaba con sigilo hacia las piezas las cuales se abrían a mi vista, una tras otra, en un espectáculo de luz y de colores cálidos y un aire frío invernal que invadía mis pulmones con una maravillosa fragancia de bosque húmedo.
Sin más tardar comenzamos nuestras labores y al final de la tarde habíamos desocupado el auto y el pequeño camión de trasteos alquilado especialmente para la ocasión. Estábamos rendidos. El sistema de calefacción no funcionaba por el momento pero, por fortuna, contábamos con una pequeña chimenea y un poco de madera abandonada en el jardín por los antiguos propietarios. Al caer la noche armamos cama cerca del fuego y en pocos minutos caíamos en un sueño profundo, arrullados por el crepitar de los leños y el ronroneo de Memé y Zizí, arrunchadas a nuestros pies.
El placer fue corto. Cerca de las dos de la mañana nos despertaron ruidos extraños, probablemente de uno o varios animales, sin duda algunos lirones que se encontraban atrapados en el altillo y en el aislamiento de los muros. El crujido del viejo piso en parqués completaba la orquesta nocturna de intrusos y como los ruidos se desplazaban por toda la casa, pero sobre todo hacia la cocina, pensamos en la fosa sombría y, protegidos bajo las cobijas, imaginamos toda clase de figuras fantasmagóricas. Al final, nuestro cansancio venció el miedo y, luego de reanimar las brasas de la chimenea, nos quedamos nuevamente profundos hasta el alba.
Al amanecer los ruidos cesaron y durante varios días continuamos tranquilamente nuestra instalación en la nueva casa. Cela recuperó su acuario. Armamos muebles y camas, sacudimos tapetes y cojines, dispusimos con precisión pinturas y fotos en todas las paredes, desocupamos cartones llenos de libros y de utensilios de cocina. Las camas estrenaron sábanas de un blanco inmaculado, y los pisos fueron encerados y brillados con fervor. Durante todo el invierno seguimos escuchando ruidos, pero poco a poco nuestros oídos se acostumbraron a ellos. La tumba sombría de la cocina, que en realidad resultó ser nada más que un antiguo horno, otrora utilizado por el vecindario para cocer el pan en comunidad, fue disimulada con un bello cuadro florido. Nos habíamos apropiado de nuestra casa.
Y el invierno se fue, como siempre, y como siempre la primavera llegó con el aroma y color de sus narcisos, y Saint Barthélemy de Bussière se convirtió en nuestra nueva morada.
Dicen los que saben que en la región cada casa tiene su propio lirón. Pero los lirones duermen en invierno.